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Formación para el cuidado de la vida: desde el Amor la dignidad humana


Formación para el cuidado de la vida: desde el Amor, la dignidad humana Dra. Elena Passo Existe el concepto generalizado que la dignidad humana es un atributo, algo que en forma circunstancial podemos poseer y gozar de su beneficio o que por el contrario, se la puede perder y padecer situaciones en que pasamos a ser considerados indignos. En realidad, esta es una idea equivocada, ya que la dignidad es inherente a la persona y radica en su constitución esencial, en aquello que es exclusivamente propio del ser persona. Podemos preguntarnos: ¿qué caracteriza a la persona?, ¿cuál es la esencia de su realidad objetiva? Como esencia, entendemos aquello que universalmente la define y que está presente siempre, independientemente de las notas circunstanciales. La definición de persona humana como “unidad sustancial de naturaleza racional” nos permite extraer sus características principales: la sustancialidad, la individualidad y la racionalidad. La sustancialidad se refiere a la forma indisoluble y exclusivamente propia en que los dos principios (el cuerpo y el alma espiritual) se encuentran unidos, de forma tal que presentan una dimensión distinta y mayor que una mera suma; asume esta unidad tan especial, justamente el ser persona. La individualidad se refiere al ser completo en sí y la racionalidad es interpretada como la capacidad de interrogarse sobre el ser de las cosas. Desde el aporte de las ciencias humanísticas se puede establecer que en esa sustancialidad (unión única, irrepetible e indivisible) radica la dignidad. Por lo tanto, toda persona por su misma esencia es digna y es imposible que otro ser humano pueda actuar sobre la misma alterándola. Dicho de otro modo, nadie la puede otorgar, quitar o modificar, ya que es un bien inherente, indivisible e intransferible de la persona. Este bien propio de la condición humana debería motivar respeto y resguardo universal. Desde la mirada de la Fe, la dignidad humana ingresa en otra dimensión, la del Amor. El vínculo creacional, que se instituye por siempre desde el instante en que por nuestro nombre somos llamados por Dios Padre, es el sustento de la dignidad del hombre. En la visión divina no existen saltos en su valor: desde el Amor todos somos iguales en dignidad. En el mismo instante en que se inicia la vida estamos en presencia de un ser que lleva en sí la dignidad de la persona. Es tan digno que recibe justamente el nombre de persona, pero esta dignidad puede ser renovada a través de la propia vida. En Evangelium vitae el Papa Juan Pablo II expresaba: “La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad”. La verdad es que la vida es sagrada, es un don dado al hombre como participación de la esencia divina. Es por eso que este bien fundamental le es entregado en custodia para su promoción, respeto, defensa y para cuidarlo con amor. La forma verdadera de amar la vida es a través de ser don de sí, en la entrega personal al servicio del otro y es en esa tarea personal y diaria que podemos renovar la dignidad dada en la Creación. Existen ocasiones de suma dificultad en que la vida nos interpela, somos interrogados a través del sufrimiento y debemos decidir en medio del dolor. La pérdida de un ser amado, la enfermedad propia o la de un ser querido, son situaciones que conmueven nuestra más profunda interioridad y nos movilizan, pero también nos dan la posibilidad de resignificar nuestra dignidad. En función de la actitud que decidamos tomar frente al dolor, podremos o no renovarla en el día a día. Si el dolor del otro nos paraliza, nos inmoviliza y no nos deja ir en su ayuda cuando tanto nos necesita, no restauramos nuestra dignidad. Si la enfermedad nos aísla de los afectos y nos descuidamos de participar en el cuidado de nuestra propia vida y salud, no crecemos a través del dolor y dejamos pasar la posibilidad de renovarla. Si la injusticia transita a nuestro lado y no nos conmueve… habremos perdido también la ocasión del compromiso por el bien recibido. Nunca la perdemos, pero nos negamos el don de trabajar en ella y reactualizarla. El sufrimiento nos interroga y nos da la oportunidad, a través del amor, de valorar la vida en su real dimensión, de esforzarnos por la integridad humana y de resignificar nuestra dignidad en la entrega. Sin embargo, observamos diariamente a través de diferentes medios de comunicación, una desvalorización de la dignidad humana y su expresión que es el respeto por la vida y la integridad. La pérdida de valores de referencia fragmenta aún más a una sociedad que desgastada, desigual y empobrecida, busca a través de una falsa comunicación del bienestar, ocultar una realidad que es de desesperanza para muchos. Se ha desvirtuado el sentido del hombre restringiendo el cuerpo a ser un objeto material, que es visto con criterio exclusivamente técnico utilitario. Se reduce la dignidad al concepto de autonomía, de forma tal, que los derechos son de aquellos que tienen la capacidad de expresión y la dignidad se aleja del concepto de inherencia, en la propia esencia del ser de la persona. Visto desde esta perspectiva se cae en el absurdo de la existencia simultánea de seres humanos que participan de la dignidad y otros que carecen de la misma, hecho que da lugar, a la injusticia de decidir sobre ellos. Esto es manifestación de una sociedad, que alejada de la solidaridad, tiene como empeño la rentabilidad y no el ser de las cosas. El objetivo debiera ser el cambio de este paradigma cultural y el restablecimiento del concepto de respeto a la dignidad humana, fundado en la Creación del hombre a imagen y semejanza de Dios. Para ello, es necesario aprender a ver en profundidad, para descubrir en la persona del hermano sufriente, al mismo Jesús. Sólo así, seremos partícipes del renacer de un humanismo plenario, configurado según la imagen divina. Estamos llamados a esta cultura nueva, la cultura de la esperanza, que es la que privilegia el ser sobre el tener, la caridad sobre el egoísmo y la piedad por sobre todo. Pero para este cambio deseado, el primer paso es la formación en el cuidado de la vida. Consudec revista. N° 1107, año XLVII, pág. 4. 2012 Enviar mensaje


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